
Hace unos días, Sean Penn se refería a Tom Cruise como “probablemente el mejor especialista en la industria del cine”. Aunque muchos han querido ver en sus palabras un cierto desprecio, al reducir sus capacidades interpretativas a su gusto por realizar él mismo las escenas de acción, había en ellas un reconocimiento a algo que se ha convertido en el sello de Cruise, que a los 62 años ha conseguido ser la mayor estrella del cine de acción de Hollywood y, probablemente, una de las pocas estrellas —a secas— que existen. Además, es de las pocas que lleva público a los cines por el mero hecho de ver su nombre en el cartel.
La prueba irrefutable es la saga de Misión Imposible. Cruise la comenzó hace casi 30 años, es decir, cuando acababa de pasar los 30, y la cierra ahora —desde un Festival de Cannes que siempre se rinde al intérprete— sin haber cedido el testigo. Él ha sido el epicentro de una franquicia por la que pocos apostaban y que ha conseguido sobrevivir a modas y sagas que iban y venían. Lo han hecho con la fórmula que usa el actor, que no es otra que apostar por recuperar la sensación de incredulidad ante lo que ocurre en la pantalla. Que la gente se pregunte cómo ha podido hacer esas escenas en vez de quejarse por lo que chirrían los efectos visuales.